Bayanhongor es una pequeña cuadrícula rodeada de nada. Algo más cerca de Ulan Bator, las letrinas van desapareciendo para dar cabida a auténticos inodoros. Duranto los primeros kilómetros ruedo sobre el asfalto con una sonrisa de oreja a oreja. Si todo sale bien, en 48 horas alcanzo la meta. Contra todo pronóstico...
La pipa de bujía ha dejado de molestar. El culo no. La mañana me acompaña con un sol radiante. El asfalto se despide a los pocos kilómetros. La arena, los baches y el barro me dan la bienvenida con una sonrisa burlona. El bólido ya no tiene fuerzas para reirse de nadie. Y yo menos.
A medio atardecer se encapota el cielo. En una parada técnica me reencuentro con los tipos que trabajaban en la mina de sal, con quienes pasé la noche hace un par de días. Para mi sorpresa, parece que les hace ilusión volver a verme. Invitan a té y galletas. Correspondo con cigarrillos. Al poco rato hace su aparición un auténtico jinete mongol, con un gorrito bastante cachondo y un caballo canijo. Convencido de que había llegado mi ocasión de subirme en uno de esos caballos, estuve a punto de ser víctima de una docena de coces. Supongo que sería mi olor, pero el caballito de los cojones no quiso saber nada de mi.
Chispea. Las paso reputas para atravesar un riachuelo. Cuando llevo 15 minutos buscando una zona menos profunda y caudalosa se acerca un niño y me sugiere que cruce por el puente, situado a escasos 50 metros. Menudo lince...
Deja de chispear. Y empieza a llover. El terreno es algo más duro y no tengo demasiado problema con el barro. Sin embargo, se forman enormes charcos de profundidad desconocida. Al principio es divertido, pero a los 5 minutos pierde toda la gracia.
Hay dos caminos para llegar hasta Arveyheer, la meta del día. Uno es largo y tortuoso. El otro es una linea recta parcialmente asfaltada. Tengo que jugármela. Sobra decir que cogí el primer camino. En un momento dado, observo cómo otro perro asesino inicia su carrera dispuesto a merendarme. En el momento no me parece una buena idea tratar de razonar con él, por lo que vuelo por la estepa en dirección a cualquier lugar alejado del perro asesino.
Hace un frío de narices. Estoy mojado. No se me ocurre nada mejor que hacer que parar a fumarme un cigarrito. Soy perfectamente consciente de que me estoy constipando. Me da igual. Empiezo a moquear. Me duele la garganta. En menos de una hora habré llegado a mi destino y mi madre no está aquí para obligarme a entrar en casa, ponerme ropa seca y prepararme un chocolate caliente. Así que hago lo que me da la gana.
Arveyheer es una ciudad más industrial. Y bastante más grande. Tardo un buen rato en encontrar un hotel. Eso sí, es la mar de mono. Y la hija de la encargada, a diferencia de su madre, está la mar de fresca. Ceno carne con arroz. Dos veces. Y bebo café caliente. Estoy definitivamente constipado. En la habitación hace un frío del carajo. Tres mantas. Tele. Faringe hiperémica y amígdalas hipertrofiadas. Tres cervezas con un guía mongol. Insiste en decirme que soy buena persona por haber llegado hasta ahí sobre el bólido. Trato de sacarle de su error, pero resulta ser muy insistente. Duermo poco y mal. Es 10 de septiembre. Y no queda nada.
Me recibe una mañana fría. Pero no llueve. Me despiden del hotel con una factura tan grande como mis amígdalas y con un trozo de queso casero. Lo cierto es que está bastante agrio y reseco, pero a estas alturas no soy quien para quejarme. Me lo como con una sonrisa de oreja a oreja.
Quedan 400 kilómetros hasta Ulan Bator. 13 fincas. Nada. La segunda parte del camino está asfaltada. Desgraciadamente, las lluvias de las últimas semanas parecen haber arrasado la carretera.
Al salir de Arveyheer encuentro a unos tipos empujando un coche. Les ofrezco gasolina y la aceptan encantados. Me quedo con cara de idiota cuando tras despedirse siguen empujando el coche en lugar de tratar de arrancarlo. Hay varios kilómetros de asfalto antes de iniciar el último tramo de tierra, piedras, baches, agujeros, charcos y fina arena. La carretera está bloqueada y parece estar en obras. En algunos tramos me vuelvo a meter en la calzada. Sin embargo, después de mi experiencia con aquellos tipos que me echaron de la carretera en mi primer día en Mongolia tras dejar una huella de varios kilómetrs en el asfalto, voy bastante acojonado. Tanto que finalmente opto por el camino de tierra. Los coches y camiones levantan cualquier cantidad de polvo, obturando poco a poco el filtro del aire.
A lo largo de la mañana me reencuentro con la cuadrilla de expedicionistas polacos. Me veo en la obligación de ocultarles el hecho de que perdí todo el aceite que me regalaron. Me regalan cigarrillos y Cocacola. Me reservan una habitación en su hotel. Abrazos, achuchones y nos despedimos hasta dentro de unas horas.
Faltan pocos kilómetros para llegar a mi destino. El tiempo va en mi contra, pues el terreno es un infierno y el sol se empieza a ocultar. En mi cabeza dos melodías no dejan de sonar:
"Hallelujah" de Leonard Cohen y el cuarto movimiento de la Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvorak.
Se me escapa alguna lagrimita.
Alcanzo los límites de Ulan Bator al anochecer. No puede quedar más de una hora. Deslumbrando a todo el mundo, pues no puedo quitar las luces largas, todo son gritos y bocinazos. Ahora sospecho que se estaban acordando de mi madre, pero en el momento no pude evitar pensar que eran vitores y gritos de bienvenida.
En torno a las once de la noche del 11 de Septiembre alcancé el bar de Dave. La meta. Ahí calé la moto por última vez. Y la abracé. Para mis sorpresa, me recibieron los gritos y aplausos de los pocos participantes que aún quedaban por ahí. Aquí mi ego recibió una nueva patada. Cuando creo ser todo un campeón, uno de los tipos que llegó hace unos días me hace saber que ha hecho el viaje en una "Monkey Bike", una pequeña moto que apenas levanta un metro del suelo. Y lo ha hecho embutido en un enorme disfraz de Mr. Increíble. Ni siquiera llevaba tienda de campaña. Dormía dentro del traje. Soy un aficionado...
Desde que salí de Madrid tuve la certeza de que si alcanzaba la meta me derrumbaría y me convertiría en un mar de lágrimas. Especialmente después de cada susto. Y no han sido pocos. Una vez logrado, debo admitir que no ha sido para tanto. Desde luego que no ha sido fácil. Me he sentido solo. He pasado miedo, frío, calor, hambre y sed. Cuando no he podido más, he apretado los dientes y he continuado. Por otra parte, también he tenido al fiero bólido para cuidar de mí. Me senté y pedí dos cervezas. Una para mí y otra para todos aquellos que han estado conmigo durante el viaje. Así, brindé con todos aquellos que se acordaron de mí, que me animaron, con todos aquellos que nunca dieron un duro por mi y con todos aquellos que hicieron posible que este sueño se convirtiera en realidad.
Contra todo pronóstico, encontré el Atopocu. En el fondo de una letrina en el bar de Dave. La historia de cómo llegué hasta ahí morirá conmigo. Sin embargo, sólo al encontrarlo me di cuenta de que me había acompañado durante todo el viaje. La ilusión, el empeño, el miedo, las encargadas de los hoteles, el hambre, los salvajes perros mongoles, los gorilas kazajos... Por una vez tengo la sensación de haber vivido la vida en lugar de haber dejado que ella me viviese a mi. Me propuse darle un mordisco a la vida y lo he logrado. Y sí, me gusta cómo sabe.