EL FINAL DEL TRAYECTO. CONCLUYE LA BÚSQUEDA DEL ATOPOCU...

Bayanhongor es una pequeña cuadrícula rodeada de nada. Algo más cerca de Ulan Bator, las letrinas van desapareciendo para dar cabida a auténticos inodoros. Duranto los primeros kilómetros ruedo sobre el asfalto con una sonrisa de oreja a oreja. Si todo sale bien, en 48 horas alcanzo la meta. Contra todo pronóstico...

La pipa de bujía ha dejado de molestar. El culo no. La mañana me acompaña con un sol radiante. El asfalto se despide a los pocos kilómetros. La arena, los baches y el barro me dan la bienvenida con una sonrisa burlona. El bólido ya no tiene fuerzas para reirse de nadie. Y yo menos.

A medio atardecer se encapota el cielo. En una parada técnica me reencuentro con los tipos que trabajaban en la mina de sal, con quienes pasé la noche hace un par de días. Para mi sorpresa, parece que les hace ilusión volver a verme. Invitan a té y galletas. Correspondo con cigarrillos. Al poco rato hace su aparición un auténtico jinete mongol, con un gorrito bastante cachondo y un caballo canijo. Convencido de que había llegado mi ocasión de subirme en uno de esos caballos, estuve a punto de ser víctima de una docena de coces. Supongo que sería mi olor, pero el caballito de los cojones no quiso saber nada de mi.

Chispea. Las paso reputas para atravesar un riachuelo. Cuando llevo 15 minutos buscando una zona menos profunda y caudalosa se acerca un niño y me sugiere que cruce por el puente, situado a escasos 50 metros. Menudo lince...

Deja de chispear. Y empieza a llover. El terreno es algo más duro y no tengo demasiado problema con el barro. Sin embargo, se forman enormes charcos de profundidad desconocida. Al principio es divertido, pero a los 5 minutos pierde toda la gracia.

Hay dos caminos para llegar hasta Arveyheer, la meta del día. Uno es largo y tortuoso. El otro es una linea recta parcialmente asfaltada. Tengo que jugármela. Sobra decir que cogí el primer camino. En un momento dado, observo cómo otro perro asesino inicia su carrera dispuesto a merendarme. En el momento no me parece una buena idea tratar de razonar con él, por lo que vuelo por la estepa en dirección a cualquier lugar alejado del perro asesino.

Hace un frío de narices. Estoy mojado. No se me ocurre nada mejor que hacer que parar a fumarme un cigarrito. Soy perfectamente consciente de que me estoy constipando. Me da igual. Empiezo a moquear. Me duele la garganta. En menos de una hora habré llegado a mi destino y mi madre no está aquí para obligarme a entrar en casa, ponerme ropa seca y prepararme un chocolate caliente. Así que hago lo que me da la gana.

Arveyheer es una ciudad más industrial. Y bastante más grande. Tardo un buen rato en encontrar un hotel. Eso sí, es la mar de mono. Y la hija de la encargada, a diferencia de su madre, está la mar de fresca. Ceno carne con arroz. Dos veces. Y bebo café caliente. Estoy definitivamente constipado. En la habitación hace un frío del carajo. Tres mantas. Tele. Faringe hiperémica y amígdalas hipertrofiadas. Tres cervezas con un guía mongol. Insiste en decirme que soy buena persona por haber llegado hasta ahí sobre el bólido. Trato de sacarle de su error, pero resulta ser muy insistente. Duermo poco y mal. Es 10 de septiembre. Y no queda nada.

Me recibe una mañana fría. Pero no llueve. Me despiden del hotel con una factura tan grande como mis amígdalas y con un trozo de queso casero. Lo cierto es que está bastante agrio y reseco, pero a estas alturas no soy quien para quejarme. Me lo como con una sonrisa de oreja a oreja.

Quedan 400 kilómetros hasta Ulan Bator. 13 fincas. Nada. La segunda parte del camino está asfaltada. Desgraciadamente, las lluvias de las últimas semanas parecen haber arrasado la carretera.

Al salir de Arveyheer encuentro a unos tipos empujando un coche. Les ofrezco gasolina y la aceptan encantados. Me quedo con cara de idiota cuando tras despedirse siguen empujando el coche en lugar de tratar de arrancarlo. Hay varios kilómetros de asfalto antes de iniciar el último tramo de tierra, piedras, baches, agujeros, charcos y fina arena. La carretera está bloqueada y parece estar en obras. En algunos tramos me vuelvo a meter en la calzada. Sin embargo, después de mi experiencia con aquellos tipos que me echaron de la carretera en mi primer día en Mongolia tras dejar una huella de varios kilómetrs en el asfalto, voy bastante acojonado. Tanto que finalmente opto por el camino de tierra. Los coches y camiones levantan cualquier cantidad de polvo, obturando poco a poco el filtro del aire.

A lo largo de la mañana me reencuentro con la cuadrilla de expedicionistas polacos. Me veo en la obligación de ocultarles el hecho de que perdí todo el aceite que me regalaron. Me regalan cigarrillos y Cocacola. Me reservan una habitación en su hotel. Abrazos, achuchones y nos despedimos hasta dentro de unas horas.

Faltan pocos kilómetros para llegar a mi destino. El tiempo va en mi contra, pues el terreno es un infierno y el sol se empieza a ocultar. En mi cabeza dos melodías no dejan de sonar:

"Hallelujah" de Leonard Cohen y el cuarto movimiento de la Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvorak.

Se me escapa alguna lagrimita.

Alcanzo los límites de Ulan Bator al anochecer. No puede quedar más de una hora. Deslumbrando a todo el mundo, pues no puedo quitar las luces largas, todo son gritos y bocinazos. Ahora sospecho que se estaban acordando de mi madre, pero en el momento no pude evitar pensar que eran vitores y gritos de bienvenida.

En torno a las once de la noche del 11 de Septiembre alcancé el bar de Dave. La meta. Ahí calé la moto por última vez. Y la abracé. Para mis sorpresa, me recibieron los gritos y aplausos de los pocos participantes que aún quedaban por ahí. Aquí mi ego recibió una nueva patada. Cuando creo ser todo un campeón, uno de los tipos que llegó hace unos días me hace saber que ha hecho el viaje en una "Monkey Bike", una pequeña moto que apenas levanta un metro del suelo. Y lo ha hecho embutido en un enorme disfraz de Mr. Increíble. Ni siquiera llevaba tienda de campaña. Dormía dentro del traje. Soy un aficionado...

Desde que salí de Madrid tuve la certeza de que si alcanzaba la meta me derrumbaría y me convertiría en un mar de lágrimas. Especialmente después de cada susto. Y no han sido pocos. Una vez logrado, debo admitir que no ha sido para tanto. Desde luego que no ha sido fácil. Me he sentido solo. He pasado miedo, frío, calor, hambre y sed. Cuando no he podido más, he apretado los dientes y he continuado. Por otra parte, también he tenido al fiero bólido para cuidar de mí. Me senté y pedí dos cervezas. Una para mí y otra para todos aquellos que han estado conmigo durante el viaje. Así, brindé con todos aquellos que se acordaron de mí, que me animaron, con todos aquellos que nunca dieron un duro por mi y con todos aquellos que hicieron posible que este sueño se convirtiera en realidad.

Contra todo pronóstico, encontré el Atopocu. En el fondo de una letrina en el bar de Dave. La historia de cómo llegué hasta ahí morirá conmigo. Sin embargo, sólo al encontrarlo me di cuenta de que me había acompañado durante todo el viaje. La ilusión, el empeño, el miedo, las encargadas de los hoteles, el hambre, los salvajes perros mongoles, los gorilas kazajos... Por una vez tengo la sensación de haber vivido la vida en lugar de haber dejado que ella me viviese a mi. Me propuse darle un mordisco a la vida y lo he logrado. Y sí, me gusta cómo sabe.

LOBOS Y AGUA CALIENTE

El segundo tramo entre Hovt y Altay sólo trae más de lo mismo. El portaequipajes trasero está gravemente lesionado. Cualquier bache terminará de mandarlo al carajo. Las huellas de los caminones indican que hubo mucho barro por aquí. Ahora todo está seco. Ni de broma hubiera podido atravesarlo hace un par de días. Quedarme atascado en Tashanta no fue tan malo después de todo...

Una vez más, sin previo aviso y sin venir a cuento, el bólido se cala. No hay forma de que arranque. Filtro del aire limpio. Segunda opción, bujía. Una piedra ha saltado y ha roto la pipa de bujía en mil trocitos. No era nada fácil conseguirlo. Será que soy un tío afortunado. Pasa un camión que, sorprendentemente, lleva una pipa de sobra. Es una pipa de camión, tres veces más grande que la mía. Corto y empalmo cables. Para mi sorpresa, funciona. Muy agradecido, prosigo.
Llego pronto a Altay. Quedan tres o cuatro horas de luz, pero no sigo conduciendo. No me sale de los huevos. Y no se hable más. En el hotel conozco a Pureviin Tsogzol, famoso pintor mongol. Aprendió español durante el tiempo que pasó en Cuba. Me lleva al mercado a por una pipa nueva. En el hotel me prepara una suculenta sopa y pasamos horas bebiendo té. Me regala su jersey de lana. No es particularmente bonito, pero da un calorcito... Una vez más, muy agradecido. Y a la cama.

El portaequipajes trasero está compuesto fundamentalmente por bridas y cinta aislante. Llueve. Café de sobre con el Sr. Tsogzol. El terreno vuelve a estar embarrado. Pero ya no queda nada. Un grupo de mongoles en la puerta del hotel me ayudan a ponerme el impermeable y los guantes. Me siento cual matador a punto de entrar en el ruedo. A la salida de Altay se bifurca la carretera. Supongo que lo lógico es seguir recto. Mala jugada...

Tres horas en recorrer 60 kilómetros. Al llegar a un pueblo me indican que la he liado. Buscando el camino de vuelta me pierdo. Y me pierdo mucho. A lo lejos un gher. Cuando pretendo acercarme resulta ser un gigantesco perro quien se acerca a mi. A toda pastilla y con cara de pocos amigos. Pocas veces he puesto la cuarta marcha en Mongolia. Y ésta fue una de ellas. Menudo cabrón!

El apaño con la pipa de bujía no termina de funcionar bien. El anclaje es muy débil y se suelta con cada bache que me zampo. Y los baches no son pocos.

Llueve, tengo frío, estoy muy perdido y la carretera, por mala que fuese, ha terminado de desaparecer. A lo lejos otro gher. Acojonado, me la juego. No hay más perros. Un tipo la mar de simpático me devuelve al camino. Lo cierto es que no lo termino de disfrutar. Unos tipos me ofrecen enseñarme el camino a cambio de una suma nada despreciable. Al carajo con ellos. Tras seis horas de moto, cansado y empapado, llego de nuevo a la bifurcación. Quedan apenas dos horas de luz. Me la juego. En los siguientes 50 metros me calzo dos galletones. Una señal de los cielos. Mejor no me la juego. En algún momento he perdido la matrícula. En un estado lamentable vuelvo a Altay con el rabo entre las piernas.

Sopa calentita y 12 horas de cama. El día siguiente no trae más lluvia. Mis únicos pantalones y las botas siguen mojados. Un policía se ofrece a llevar el portaequipajes a un soldador. Queda como nuevo. Barro. Mucho. Y charcos. Enormes. Llegado un momento decido ser más listo que nadie y salgo de la carretera para seguir campo a través. Pasados 50 metros estoy metido en una ciénaga. Soy un lince...

No hay manera de sacar la moto. Hasta que un superhéroe mongol hace su aparición. Con su fuerza descomunal, arrastra la moto mientras yo le ayudo poniendo cara de animal. Está con su mujer y su hijo. Como agradecimiento le regalo mi comida del día (dos chocolatinas). Tardo una hora en limpiar el barro que ha quedado pegado al motor y al guardabarros.


El resto del día es peleón, pero sin incidencias. Dos australianas que encuentro por el camino me invitan a cenar. Van con una pareja de mongoles. Los muy cabrones me ilustran acerca de la peligrosidad de la estepa y me preguntan si llevo un arma para defenderme de los lobos. Ante mi negativa me miran con cara de sincera preocupación. Con los huevos de corbata, planto la tienda de campaña junto a una salina. Duermo junto a varios individuos que trabajan recogiendo sal. Antes de dormir me invitan a un té con pastas. Vamos hechos unos gorrinos, pero no dejamos de tener estilo... La noche es mala. Mucho frío. Mucho, mucho. Pero no hay lobos.

La próxima parada es Bayanhongor, a unos 200 kilómetros. Un caudaloso rio atraviesa el camino. Un individuo en Altay me recomendó tomar una vía alternativa en la cual existe un puente que lo atraviesa. De casualidad encuentro el lugar de la desviación, un diminuto poblado llamado Unnunus. Un chorizo hace un absurdo intento de robarme los guantes. Otro se ofrece a enseñarme el camino a cambio de 10 dólares, una suma mucho más que generosa para este lugar. Con una sonrisa en la cara me dejo estafar (una vez más...).

En pocas horas doy con el río. De ninguna manera hubiera logrado atravesarlo en moto. Junto al río hay tres tipos cuyo coche les ha dejado tirados. Invitan a té y queso. También a tabaco local, liado en papel de periódico.


El camino hasta Bayanhongor sin incidencias. Sólo más de lo mismo. La pipa de bujía apenas se suelta y el portaequipajes trasero aguanta como un campeón. A mi llegada quedan varias horas de luz, pero ni se me pasa por la cabeza la posibilidad de continuar. En el hotel hay ducha con agua caliente. Dios es grande. Ceno. Me quedo con hambre. Vuelvo a cenar. Paso la tarde rascándome la barriga a dos manos. Si todo va bien llegaré a Ulan Bator en dos días. Duermo como un morlaco.

LOS ÁNGELES DEL INFIERNO

Según mis cálculos deben de quedar unos 9 días de viaje. He oído rumores de que la etapa entre Olgii y Hovt es las más peleona del viaje. Apenas 200 kilómetros y necesitaré todo un día para recorrerlos. Me apetece como una patada en la espinilla.

Al salir de Olgii el paisaje es, una vez más, desértico. La carretera se bifurca continuamente, aunque todos los caminos parecen ir en la misma dirección. Da la impresión de que resultará fácil perderse. A lo lejos está el tendido eléctrico, extendiéndose hacia el este. En esa dirección sólo está Hovt, por lo que opto por seguir el cableado. A los pocos minutos encuentro un todo terreno con una rueda pinchada. Parece ir toda la familia dentro. No tiene bomba de aire, por lo que les presto la mía. En muestra de agradecimiento, una anciana me regala un trozo de queso reseco parecido al parmesano. No sabe precisamente bien, se queda pegado a los dientes y tardo un buen rato en poder tragarlo, pero después de lo vivido en los últimos días ya no estamos para caprichos.

Grandes lagos, estepa y pequeñas cordilleras con picos nevados. Los agujeros, las piedras, los arbustos y los bancos de arena me impiden avanzar a más de 30 km/hora. Mi habilidad para meterme en todos y cada uno de los agujeros no deja de sorprenderme. En un momento dado pierdo el tendido eléctrico. La carretera se difumina y me da la impresión de que por ese camino tan sólo han pasado antes un par de coches. En estas circunstancias estoy convencido de haberme perdido. Continuo durante algo más de una hora, pues no encuentro a nadie a quien pedir indicaciones. Finalmente, a lo lejos, un gher (cabaña de lona en la que viven los nómadas en Mongolia). Encuentro a un anciano, la mar de sonriente. Me hace gracia, pues le quedan tres dientes dispersos por la boca.

Me indica que ha perdido dos ovejas. Está encantado cuando las encontramos al lado del bólido, que he aparcado a tomar viento de su cabaña. Durante algo más de media hora tratamos de mantener una conversación. Tiene varios hijos y nietos, es de ascendencia kazaja y quiere cambiar su gorrito por mi casco. Una idea tentadora, pero poco práctica. Dada su decepción ante mi negativa, le consuelo con una chocolatina. Se la come como un gorrinillo salvaje. Me comenta que el chocolate es malo para sus dientes, pero que el caramelo es bueno. Ni se me pasa por la cabeza la posibilidad de tratar de sacarle de su error. Finalemente, para mi sorpresa, me indica que voy por buen camino. Abrazo, palmaditas y a correr.

El resto del día sólo ofrece más de lo mismo. Contra todo pronóstico, no hay galletas ni pinchazos. Tengo que estar tan concentrado en la carretera que apenas puedo disfrutar del paisaje. Me jode, y bastante. Pero San Cristóbal ya ha hecho mucho por mí como para que me la vaya jugando más de lo necesario...

Hovt es una pequeña ciudad en un valle. No hay más mosquitos porque no caben. Los muy cabrones vienen en masa a darme la bienvenida. Encuentro un hostal. Majadero borracho trata de jugármela, y eso que ni siquiera trabaja en el hostal. La encargada, más grande, gorda y con más cara de bestia que ninguna de las que haya encontrado antes (hecho francamente sorprendente...), no parece entender que quiero una habitación para dormir. Lo cierto es que yo tampoco entiendo nada de lo que dice, pero finalmente nos aclaramos.

Primera cena decente en varios días, que me jode un mamarracho que lleva al menos dos botellas de vodka de más. En un periodo de 30 minutos repite no menos de 40 veces la siguiente secuencia:
  • "Me, student first class English"
  • "Me no good English"
  • "No problem"
  • "JAJAJAJAJA"

Hasta los huevos de él, me levanto, le pego un moco en la camisa y me voy a la cama. Menudo cansino el tío cabrón.

El desayuno tampoco fue mucho mejor. Tres tipos me invitan a sentarme a su mesa. Acto seguido piden una botella de vodka. Insisto en que no bebo, pero ven en mi cara que miento. Acabo el desayuno bien calentito. La conversación se centra en nombrar jugadores de fútbol españoles. Uno de ellos se troncha cada vez que menciono a uno nuevo. Absurdo.

La distancia hasta Altay es de unos 400 kilómetros. Compro dos pequeñas garrafas para gasolina, pues sospecho que no tendré suficiente con la puesta. Un tipo del hotel me acompaña al mercado. De paso, me compra 20 botellitas de agua que no tengo sitio donde poner. Encuentro en una tienda una botella de sangría "made in Germany". Por un momento me siento como en casa.

Empaqueto como puedo y con una considerable moña sigo mi camino. Al poco tiempo de salir me doy cuenta de que he olvidado en el hostal el libro de mapas que compré en Smarkanda. Me aplaudo una vez más. El mapa de Mongolia apenas ocupaba media página, por lo que decido seguir sin él. Mucho más emocionante.

La distancia hasta Altay es larga y sin duda necesitaré un par de días en poder llegar. La idea de que el tramo entre Olgii y Hovt es la más jodida resulta ser absolutamente falsa. Sigue siendo un infierno. Pequeñas piedras afiladas miran amenazantes a los neumáticos. En algunos tramos la carretera está sobreelevada unos dos metros sobre el terreno. Voy pegado al borde de la carretera, donde hay menos ondulaciones. Una caída supondría romperme en mil cachitos.

Sigo con la permanente sensación de estar perdido. Hay un pequeño poblado a mitad de camino en el que tengo previsto pasar la noche. Llego antes de lo previsto, lo cual agradezco pues ha empezado a llover. Hay un pequeño grupo de hombres en la plaza del pueblo. Mala espina. Cocidos como piojos. Otra vez... No son particularmente amistosos. Finalmente logro encontrar un hostal. Hay una sola cama de unos cuatro metros de anchura que tendré que compartir con otros dos tipos que no me inspiran ninguna confianza. Lo cierto es que no me siento bien recibido. Al poco rato deja de llover y aún quedan un par de horas de sol. Anda y que los ondulen. Esta noche dormiré en la estepa. Sólo me queda una pequeña chocolatina y apenas tengo agua. Aunque esto ha dejado de ser un problema.

Al salir del poblado veo un montón de motos aparcadas a un lado. Junto ellos otro montón de mongoles sentados en corro. Auténticos Ángeles del Infierno en versión asiática. Están fascinados con el bólido. A mí no me hacen ni caso. Les ofrezco un cigarrillo y me devuelven el paquete con un sólo pitillo. Muy considerados...


Al carajo. Hoy no avanzo más. Me siento con ellos y paso a ser otro Ángel del Infierno. Cerveza caliente, al más puro estilo inglés. Al cabo de un rato, emotiva despedida. Tajado como voy, tardo media hora en montar la tienda de campaña. No queda nada...

"UN SALUDO PARA LOS ESPECTADORES DE LA SEGUNDA CADENA". DEJO MI HUELLA EN MONGOLIA.

Frío. De momento es todo lo que hay. La espalda, las piernas y la cabeza no agradecen 6 horas de sueño sobre una cama aparentemente diseñada para torturar a gestores de visados. Aun no ha salido el sol. Salgo a pasear. La decepción de la noche anterior no hace sino agravarse. No hay nada de nada...
Vuelvo a la cama. Un ratito más de mal sueño. El hambre gana al frío. Finalmente encuentro una choza con un cartel que parece decir "magasin" en cirílico. Eso sí, cerrada a cal y canto. Abre a eso de las 12. Galletas, chocolate y fanta. Sano, sanote.

Las carreteras no prometen nada bueno, por lo que decido devolverle al bólido su aspecto más fiero: ruedas de tacos...
Más chocolate. Y nada que hacer. El paisaje es desértico. No hay un sólo árbol. El cielo es muy azul. Y no deja de hacer frío. No se me ocurre nada que hacer. Salgo a la calle otras tres o cuatro veces. Sigue sin haber nada. Decido seguir perdiendo el tiempo en la cama...

Marina comparte el hostalillo conmigo. Es de Olgii, una pequeña ciudad de Mongolia. Tratamos de hablar un rato, pero no hay manera. Le enseño los números en inglés y ella me enseña a decir hola y a preguntar por un hotel en mongol. Es la mar de simpática. Me regala 300 togros (moneda mongola) para que me compre algo de comida cuando llegue a Mongolia. Se ríe mucho, y a veces creo que es de mí. Me da su teléfono para que le llame cuando llegue a Olgii. Un poco absurdo, pues no podremos decirnos nada. Le preguntaré por un hotel... Preparamos un té y a dormir.

Duermo poco y mal. La frontera abre a las nueve. Estoy ahí a las ocho. Hay 5 jeeps esperando. Dos alemanes y un equipo de polacos que realizan un documental sobre Benedykt Polak, un fraile polaco que viajó a Mongolia en el siglo XIII con la pretensión de convertir a los mongoles al cristianismo. Les hace mucha gracia mi historia. Mientras esperamos a que nos dejen pasar me invitan a un café y a un estofado de carne liofilizado. Eterno agradecimiento.

Hago buenas migas con Jaro, el director, y con Wojtek, el cámara. Me plantean la posibilidad de realizar un pequeño reportaje sobre mi absurda aventura. Krystyna, una presentadora de la televisión polaca, me entrevista en inglés. Finalmente me piden que diga "un saludo para los espectadores de la segunda cadena". Hay que hacer unas diez tomas, pues la frase no es particularmente corta y yo soy un poco torpe...


Cruzamos juntos la frontera. Entre el puesto ruso y el mongol hay 25 kilómetros. Nadie se lo explica muy bien. El bólido y yo estamos eufóricos ante la idea de iniciar la recta final. Frente a nosotros Mongolia tiembla ante el temor a ser derrotada. Entramos en Mongolia sucios, cansados y sonriendo con cara de tontos. Ya no hay asfalto. Pero nada nos puede detener. O eso creo yo, pues nada más empezar la travesía, mientras el equipo polaco me filma en marcha, el bólido se cala. Una entrada gloriosa...

El filtro del aire vuelve a estar embarrado. Los polacos se quedan a echarme una mano. Una friega y a correr. Me despido de los ellos muy agradecido. Ha llegado el momento que llevaba tanto tiempo esperando. Sólo estamos el bólido, Mongolia y yo. Olgii es la primera parada. No está lejos, pero hemos tenido que esperar varias horas en la frontera y se está haciendo de noche. La carretera sólo va a peor. Pero el paisaje lo compensa todo. El terreno es plano hasta donde alcanza la vista, salpicado por pequeñas montañas dispersas por todas partes.

Los problemas aparecen cuando tengo que subir una de esas pequeñas montañas. Inicilamente todo va bien, pero el bólido está viejo y cansado. Llegado un momento, terco como una mula, se niega a continuar. La pendiente es demasiado empinada y no le quedan fuerzas. Tratando de retomar el camino el bólido y yo nos caemos varias veces, unas sobre él y otras sobre mí. Hay demasiado peso. No me quedan más narices que cargar con el equipaje y la gasolina y subirlo a cuestas. Quedan unos 500 metros hasta alcanzar la cumbre. Por el camino baja una furgoneta llena de pasajeros. Se descojonan de mí. Y con razón... Debo hacer dos viajes, pues cargo con demasiadas cosas. Mientras subo por segunda vez veo aparecer un jeep. Se para y observo con cara de pánfilo cómo sacan del coche todas las cosas que previamente había dejado arriba. Se ofrecen a volver a subirlo todo y a llevarme hasta la moto. Acepto agradecido. Una vez descargado, el bólido asciende sin problemas.

Para mi sorpresa, pasado un rato vuelve a aparecer el asfalto. Y es nuevo. Se ha hecho de noche pero Olgii está cerca, por lo que decido continuar. En un momento dado una barrera bloque la mitad opuesta de la calzada. Decido que no tiene nada que ver conmigo y sigo adelante. Resulta no ser muy buena idea. Al cabo de varios kilómetros hay varios vehículos enormes que me impiden el paso. Escucho gritos y veo cómo un pequeño enerúmeno corre haci mí blandiendo una pala con ganas de darme con ella en el casco. Resulta que están construyendo la carretera y el asfalto está blando. He dejado un surco que, sospecho, se extiende varios kilómetros. Sin dudarlo ni un segundo, me echan a empujones de la calzada y me veo en medio de la nada. Eso sí, hay mucha arena. Tardo varios minutos en encontrar una pista por la que continuar, pegándome varias galletas por el camino. Afortunadamente, el camino es tan malo que no puedo ir a más de 20 km/hora.

Tras una hora de infierno veo luces a lo lejos. Olgii. Una vez ahí, todo parece estar cerrado. Una vez más, me cobran por indicarme el camino a un hostal. Me toca un poco los huevos, la verdad. Pero qué remedio. Primera etapa en Mongolia superada.

OTRA PATALETA DEL BÓLIDO. SE ACERCA LA RECTA FINAL.

Sábado 1 de Septiembre. Con las tripas llenas de gachas y el culo en carne viva, el bólido y yo nos enfrenetamos a nuestra última etapa rusa. La cuidad en la que he pasado la noche parece llamarse Biysk. El objetivo del día anterior era Gorno Altaysk, a unos 550 kilómetros de Tashanta, pueblo fronterizo con Mongolia. Sin embargo, la resaca derivada de la descomunal cogorza que protagonicé con mi mecánico y sus amigos no me lo puso nada fácil... Por otra parte, los merluzos del Gengis Khar me habían informado días antes de que la frontera permanecería cerrada desde el sábado hasta el lunes por la mañana.

Así pues, con 650 kilómetros por delante tenía apenas 8 horas para llegar a Tashanta. Dadas las circunstancias el bólido y yo nos resignamos a pasar un romántico fin de semana en la frontera.

Siberia es sobrecogedora. Desproporcionadas cordilleras cuyos valles albergan serpenteantes ríos, vegetación frondosa y glaciares a lo lejos. Las verdes praderas están ocupadas por las vacas más feas que he visto en mi vida. Con sus morros aplastados parecen un cruce entre una frisona y un bulldog. No hace demasiado frío y las carreteras me lo ponen fácil.
Avanzamos sin problemas. Hasta que los problemas se presentan. Sin avisar. En algún lugar ubicado en medio de la nada escucho un golpe brusco al cambiar de marcha. Acelero, pero no hay respuesta. El bólido se para, pero el motor sigue en marcha. Otra pataleta...
Me huele mal. Pero que muy mal... Inicialmente sospecho que se ha fundido el embrague. Sin embargo, el evento en cuestión ha sucedido de golpe, asociado a un ruido brusco en el motor. No tiene sentido. Busco y rebusco, pero no entiendo nada. Miro hacia los lados y me tranquiliza la idea de que, por lo menos, marihuana no me va a faltar... Una vez más, recurro a Jose, siempre tan dispuesto a colaborar. Le despierto. Pero no me gruñe ni nada. No nos queda claro, aunque descartamos que sea el embrague. A pesar de sus indicaciones no soy capaz de localizar el problema.
Pasa un camión. Se detiene. No nos entendemos y nos mandamos mutuamente al carajo. Descompuesto y con cara de perro empujo al pobre bólido, viejo y achacoso, hacia el siguiente pueblo. No sé cuánto queda. Pero sospecho que no es poco. Tras recorrer apenas un kilómetro se me pasa por la cabeza empujar al bólido por un barranco. Previendo mis intenciones, éste pone cara de pena y me apiado. Estoy hasta los huevos...
En un arrebato de desesperación la arranco de nuevo. Trato de poner primera y para mi sorpresa, funciona!!! Una vez más, mis tres San Cristóbales, el Espíritu Santo y un par de kilos de suerte me han resuelto la papeleta. Sin más. Preocupado ante la posibilidad de que se repita la puñeta (tal y como van las cosas, no cabe esperar menos), avanzo lentamente y con sumo cuidado. Contra todo pronóstico, no se repite.

El resto del día transcurre sin más. El paisaje es espectacular. El sol parece cansado y no queda mucho para que decida ocultarse tras las montañas. Tashanta no está tan lejos. Una señal la sitúa a apenas 70 kilómetros. A estas horas la frontera está cerrada, pero hay que avanzar. En mi cabeza Tashanta es una ciudad grande, llena de comercios y comodidades. Pasados los 70 kilómetros alcanzo un pequeño pueblo. Debe de ser Tashanta. Hace un frío indecente y mi nariz gotea. No lo disfruto. En absoluto. Se ha hecho la noche. Y es la mar de oscura. Cuando estoy buscando un lugar para parar observo con cara de idiota un cartel: Tashanta 50 kilómetros. El bólido y yo no damos crédito. Fríos, enfadados y con cara de pocos amigos decidimos continuar con la idea de que Tashanta ofrecerá todo lujo de comodidades.

Nada más lejos de la verdad. Tashanta resulta ser un pueblo enano, sucio, con pequeñas casas de madera y no más de 200 habitantes. Buena jugada. No he comido desde el desayuno y las gachas no dan para tanto. Todo está cerrado. Hay una gasolinera. Me acerco para encontrar a un par de despojos, ciegos como cubas. Al cabo de un larguísimo rato les hago entender que busco un sitio para dormir. Aprovechan mi situación de desamparo para cobrarme por la información. Cabrones...

El hostal es una casita de madera, con unas 20 camas. Sólo una está ocupada. Las camas tienen un fino soporte de muelles y un colchón de pocos centímetros de espesor. Al acostarme el colchón se hunde hasta casi tocar el suelo. Tengo frío y hambre, pero el cansancio me hace olvidarlos. "Jesusito de mi vida..." y a dormir.

EL VIAJE CONTINUA. MUERTE Y RESURRECCION DEL BOLIDO.

El pueblo kazajo se ha hecho merecedor de toda mi simpatía. No es que eso valga un duro, pero bueno... Desgraciadamente sienten una profunda pasión por el vodka, lo que tiende a deteriorar considerablemente su calidad como seres humanos (ademas de otorgarles un cierto aspecto de mendrugos...). Pero no debemos generalizar.

Muy generosos, eso sí. En Korday, 200 kilometros antes de Almaty conocí a Samat y Rahmat. Rahmat ocupaba la habitacion del hotel en el que me hospedaba. Afortunadamente la encargada, una canija gruñona con muy mala leche, arrastró al pobre Rahmat de las orejas hasta depositarle en la puerta del hotel. Mi sucio aspecto y mi mala cara llamaron su atencion. Samat me invito a una cerveza. Despues a otra. Y luego a otras cinco. Y a cenar. Empanadillas. Desde el primer momento me hizo saber que yo no pagaría un duro. Tras explicarles el problema con mi visado kazajo (caduca en dos dias y me quedan cerca de 1500 kilometros), Rahmat, miembro del ejercito y borracho como un cernicalo, me da su telefono para que le llame en caso de tener algun problema con la policia. En aquel momento, cocido yo tambien como otro cernicalo, me parecio la mejor de las ideas. Al dia siguiente, como suele suceder, la mejor de las ideas se habia convertido en la mayor de las gilipolleces. Abrazos. "Llámame si vienes a España". Cuando ya no puedo ni hablar me regala otras tres cervezas "para ver la tele".

La mañana siguiente, además de una merecida resaca, me trajo una situacion similar. Al parar en una gasolinera (en la que observe por primera vez que la marihuana crece a sus anchas en Kazajistan) un tipo se acercó a mi. Me estrechó la mano y no me la soltaba. Temiéndome un nuevo problema, el individuo en cuestion me arrastro hasta el interior de la tienda. A pesar de reiterar que no queria nada, el tipo me compró tres botes de Nestea, algo parecido a un salchichon, tres chocolatinas, un paquete de tabaco y una bolsa llena de cruasanes. Tras pagar me pone el cambio en la mano y sale a toda pastilla. Me como del tirón cuatro cruasanes, una chocolatina y dos botesd e Nestea, pues no hay forma de hacerlo caber en la moto.

La salida de Almaty, tras casi cuatro dias de espera, no resulta del todo facil. Retomar el viaje tras varios días rascándome la barriga me sienta como una patada en la espinilla. Es una ciudad caotica y sus habitantes son especialmente poco habiles a la hora de dar indicaciones. El camino hacia Usharal, a 600 kilometros, transcurre sin incidencias. La carretera es buena y el paisaje anodino. Paso mas de 10 horas sobre la moto y encima tengo los huevos de saltarme el pueblo, al que se accede por una pequeña desviacion. 30 kilometros mas de ida y otros 30 de vuelta. Me propino una merecida colleja. Ceno sopa y duermo como un animalillo salvaje.

Al dia siguiente me espera Semey, último pueblo antes de la frontera con Rusia. Mi animo es inmejorable, pero mis cachetes y mi espalda suplican clemencia. Poniendo cara de bestia, continuo. La carretera empeora considerablemente. Parece un campo minado en el que hubieran estallado todas las minas. Agujeros, agujeros y mas agujeros. Con un par, me los como casi todos. Cada 2 kilometros hay señales que indican "baches durante los proximos 10 kilometros". No lo disfruto. Nada.
Pocos kilómetros antes de Semey, tras haber recuperado el perfil de la carretera una cierta horizontalidad, mi entusiasmo me dirige a toda pastilla hacia la meta del día. En estas circunstancias, sin aviso previo, la el asfalto se retuerce, gira sobre sí mismo y opta por formar una pequeña cordillera en la que no se me ocurre nada mejor que hace que subirme. Buena jugada. Apretando el manillar, los dientes y el culo, atravieso 20 metros de infierno a 80 kilómetros por hora. San Cristóbal, siempre pendiente, y las plegarias de mi abuela (quien parece estar en conexión directa con El Altísimo) me vuelven a salvar el pescuezo. Haciendo pucheros paro la moto al lado de la carretera. Tembloroso, me siento en el suelo saco mi botella de fanta. Como cuando era pequeño, la fanta de naranja sigue siendo el mejor remedio para los sustos y los disgustos.


La llegada a Semey transcurre sin pena ni gloria. Tengo entendido que hace años los niveles de radiactividad en esta zona estaban bastante pasaditos. Pero todo el mundo tiene dos ojos, dos orejas y un numero más o menos normal de miembros. En el hotel me invitan a meter la moto en el cochambroso salon principal. Tres personas me tienen que ayudar a subir el bólido a traves de dos largos tramos de escaleras. Vuelvo a cenar sopa. Pero lo que yo quiero es un plato de callos...

Al dia siguiente me espera la frontera. Ese mismo dia caduca la carta verde. Al salir de Semey, por primera vez en micho tiempo, hago caso de mi intuicion. Es posible que no haya gasolineras hasta la frontera y quedan 200 kilometros. Retrocedo 10 kilometros hasta que encuentro una gasolinera y lleno el deposito alternativo. Gran acierto.

En la frontera espero un par de horas mientras observo cantidades industriales de marihuana creciendo libre y salvaje. Grandes y pegajosos cogollos. Y huele que alimenta...

No me piden la carta verde. Pero me piden 300 rublos y no tengo ni uno. No aceptan dolares ni dinero kazajo. Me quedo 20 minutos frente al policía mirándole con cara de desconsuelo. Me ignora. Finalmente salgo a buscarme la vida. Fuera del despacho me encuentro con un descomunal culturista con el que hice buenas migas durante las horas de espera ante la barrera. Me regala los 300 rublos de inmediato. Pero no lloro ni nada. Vuelve a ponerse de manifiesto el hecho de que, al final, siempre sale todo bien.


En Rusia las carreteras no tienen nada que envidiar a las nuestras. El trayecto se hace de alguna forma anodino, pues la costumbre me hace echar de menos los socabones, los baches y las pequeñas cordilleras de asfalto.


Barnaul es la meta del día. Todo va viento en popa. A ambos lados del asfalto la maruja no deja de sonreirme.


Mi capacidad de despiste y desorganización ha quedado mucho más que patente a lo largo de la odisea. Pero lo mejor estaba por llegar. En estas circunstancias, estaba seguro de tener aceite más que suficiente. Sin embargo, la bolsita en la que llevaba el bañador que nunca me pondría tapaba el piloto del aceite. Cuando circulando a 80 kilómetros por hora la rueda de atrás se quedó atascada, derrapé como un genuino macarrilla levantino y el bólido se negó a continuar el camino. Evidentemente, no llevaba aceite. El bólido había gripado. El pequeño y negro corazón del bólido se había parado.


Renqueando, gruñendo y con el bólido a cuestas logré alcanzar el siguiente pueblo, situado a apenas un kilómetro de distancia. Nunca averigüé su nombre. Ni me importó. Con más pesimismo que otra cosa, logré encontrar un mecánico. Tras varios minutos de conversación incoherente (yo no hablo ruso y ellos ni una palabra de inglés), logré hacerme entender.



En un alarde de previsión, mi querido mecánico me advirtió antes de la salida de la posibilidad de padecer semejante calamidad. Por eso llevaba un juego de segmentos de repuesto. Tras un par de horas de cirugía a corazón abierto, el mecánico y sus 12 amigos (intrigados por el extraño bólido y mi sucio aspecto) fueron capaces de hacer que su corazón volviese a latir. Al fin y al cabo, el bólido es un ser cruel y malvado, y la mala hierba nunca muere...


Una vez estuvimos todos contentos, planteé la posibilidad de plantar ahí mismo la tienda de camapaña. Su respuesta fue una negativa rotunda. Me quedaría a dormir en casa de uno de aquellos individuos y eso estaba fuera de toda discusión. Quién era yo para decir que no... La noche nos trajo dos botellas de vodka, otras tantas de cerveza y patatas hervidas. En su papel de buen anfitrión, salió de casa con una hazada y regresó a los 5 minutos para hacerme entrega de un precioso ramo de marihuana.



Mi sucio aspecto y sus ganas de agasajarme acabaron conmigo y con tres tipos más en la sauna de mi casero. En Rusia, parte del baño tradicional consiste en azotarse con un matojo de hojas secas que previamente se han metido en agua muy, muy, muy caliente. Y así es como acabé desnudo, tumbado sobre una mesa de madera, mientras mi casero me azotaba con saña. Cosas de hombres...

Dos horas después nos encontrábamos en plena calle dando cuenta de otras tantas botellas de vodka. Cuando recuperé la conciencia me encontraba en el asiento de atrás de un coche y mi casero trataba de despertarme para que le ayudase a arrastrar a otro individuo (en peor estado que yo) hasta la puerta de su casa. Haciendo un sobrehumano esfuerzo lo depositamos en los peldaños de la escalera, donde instantes después lo recogió su hermano.

Tras seis horas de mal sueño me despertó un insoportable dolor de cabeza. Medio kilo de raviolis con mahonesa y a por más. Abrazos y agradecimientos a todos. En un penoso estado, el bólido y yo retomamos nuestro camino. Tres horas de asfalto fueron mucho más que suficiente. El único hotel que logré encontrar, en una ciudad cuyo nombre nunca aprendí a pronunciar, albergaba un banquete de boda. Música a toda pastilla y rusos ciegos como morlacos hicieron de mi noche un infierno hasta las 2 de la mañana.

Mongolia estaba cerca. Por la mañana, el desayuno de los campeones: gachas. Y otra vez, a por más...

INMIGRANTE ILEGAL Y ULTIMA VOLUNTAD.

Al despertarme por tercer dia consecutivo en Almaty hacia un dia precioso. Una brisa fresca entraba por la ventana. Al asomarme al balcon, sobre algo parecido a un vertedero, me he dicho a mi mismo: "estoy hasta los huevos". Me he levantado como he podido, pues la espalda no da mas de si tras tres noches de duro suelo.

Burak, peculiar personaje al que tuve ocasion de conocer en Baku, me ha dado refugio en su casa mientras en la agencia de viajes gestionaban la extension de mi visado, pues dadas las complicaciones sufridas en Uzbekistan y a las felices ocurrencias del gestor, mi visado kazajo ha caducado. Tres dias como inmigrante ilegal. Emocionante al principio, pero tampoco es para tanto.

En casa de Burak hay un sofa, donde duerme el, y una alfombra a sus pies, donde duermo yo. Se porta bien comnmigo y me tira algo de comida de vez en cuando. Cuando nos aburrimos lanza un palo y yo se lo llevo corriendo. Junto a sus cama hay cuatro o cinco botes de comida precocinada rebosantes de colillas y en la cocina acumula basura por si llegan tiempos de escasez. Mi Manolo nunca hubiera podido vivir con el.

La conversacion incesante es para el amante del silencio como la arena del desierto para el caminante fatigado. Esto decia mi amigo Sito, y no le faltaba razon. Burak no es un amante del silencio. Menuda manera de rajar, el tio cabron! Eso si, aun a riesgo de parecerle descortes, su conversacion resulta ser un excelente hipnotico.

A los kazajos parece no hacerles mucha gracia que les levanten un dedo. El pequeño Quentin, apodado como "mon petit cochon", tuvo la feliz idea de levantarselo a un majadero que les hizo una jugarreta en la carretera. Acto seguido se bajo del coche y se nos puso chulito. Digo chulito porque se bajo del coche con una palanca del tamaño de un cepillo de dientes. Nos hizo un poco de gracia, pero por lo visto a el ninguna. No nos cuesta reducirle. Los viandantes nos echan una mano. En el ultimo momento el majadero escupe a mon petit cochon. Ben, como buen hermano mayor, le revienta la cara. En un momento de despiste aprovechamos para largarnos a toda pastilla, pues mi temporal condicion de inmigrante ilegal desaconseja un encontronazo con la policia.

A estas alturas creo ser el ultimo en la carrera. Los franceses, con razon, me han abandonado. De hecho, si pudiera, yo tambien me abandonaria... No dejo de recibir noticias sobre el estado de las carreteras en Mongolia. Todo el mundo hace referencia a carreteras inexistentes, lluvia, barro y temperaturas glaciares. Para ser sincero conmigo mismo, he de admitir que me apetece como una patada en los cojones.

Mañana saldre hacia Rusia. Espero alcanzar la frontera en un par de dias, coincidiendo con la fecha de caducidad de la carta verde del bolido. Tal y como van las cosas, solo cabe esperar mas complicaciones. De hecho, me niego a aceptar que las cosas salgan bien a la primera, por lo que en caso de que me dejen pasar la frontera sin mas, les voy a tirar una piedra. O dos.

El portaequipajes trasero se resiente. Se ha roto uno de los tres puntos de anclaje, pero espero que resista (mas me vale...). Ha sido necesario volver a cambiar el cable del embrague. Por lo demas, como nueva.

Se aproxima la recta final. No se cuando volvere a tener acceso al cuaderno de bitacora. En caso de que no logre salir de esta situacion, en la que no termino de entender como carajo me he metido, quiero que se me diseque en la postura de "el trigre agazapado" y que me guarde mi hermano Alex en el salon de su casa. Siempre fue un tipo elegante...